jueves, 1 de agosto de 2019

Esta es la historia del derrumbe de algo que creí siempre imperecedero pero que, al romperse, me enseñó lo fuerte y valiente que soy. 
Aprendí a no pedirle disculpas a nadie por mi elección de ser feliz. Aprendí que el amor nunca se da por sentado, aprendí que los vínculos se construyen con o sin sangre compartida. Que los vínculos de sangre no garantizan coincidir en nada, evidentemente tampoco garantizan el mínimo respeto. Pero que hay otros vínculos, sin sangre, que impulsan a seguir creyendo en la humanidad. 

En estos últimos dos años se fue la casa en la que más me sentí a gusto antes de la actual, se fue mi pastito, mi pileta, mi espacio preferido.
El año pasado perdí a mi gatito Astor. 
En estos últimos años se rompió mi familia de origen.
En estos últimos años empecé a formar mi familia de vida. 
El año pasado vino a vivir conmigo mi gatito Negrito.

Durante un tiempo las cosas tuvieron un sabor un poco amargo. Lo que no sabe, la persona que rompió todo con su orgullo, es que le sacó la sonrisa a mi mamá y a mi papá. No sabe que, queriéndome lastimar, me hizo más fuerte pero terminó rompiendo todo. Y se enterró tanto en la rigidez que no sé cómo va a empezar a pedir disculpas el día que se vea desde afuera y entienda lo ridículo que es. 

Lo que no sabe es que ya casi no está en mis pensamientos. Lo considero una persona tan mediocre que lastima con lo único que teme, la falta de amor. Pero yo estoy llena de amor, por los niños de mi familia, por mí, por mi pareja, por mis padres, por los animales, por la vida. Y me amo, respeto, celebro y abrazo por no estar repartiendo ni un poco del odio que recibo desde el 20 de julio de 2018. 


Archivo del blog